En un mundo donde las democracias liberales están cada vez más en el ojo de la tormenta, es esencial reevaluar nuestras concepciones fundamentales sobre la libertad y el poder. Inspirados por las reflexiones de Hannah Arendt y Thomas Hobbes, este análisis busca desentrañar cómo las ideas de estos pensadores políticos pueden iluminar los desafíos de las democracias contemporáneas y ofrecer posibles soluciones a sus problemas más acuciantes.
Thomas Hobbes, en su obra Leviatán, presenta una visión de la política donde el poder centralizado y la autoridad absoluta son fundamentales para mantener el orden social. La libertad, según el pensador inglés, es entendida como la ausencia de impedimentos externos, lo que permite una interpretación en la que un estado poderoso no necesariamente contradice la libertad individual, siempre y cuando no imponga restricciones directas sobre los individuos.
Esta perspectiva puede interpretarse como una subjetivización del poder y la soberanía, en el sentido de que la libertad se convierte en una cualidad o capacidad puramente individual, más que en una propiedad o característica de la comunidad política. En otras palabras, en la visión del contractualista inglés, la libertad y el poder se interiorizan dentro del individuo, alejándose de la noción clásica griega de libertad como un fenómeno inherente a la vida cívica y política comunitaria. En este contexto, la libertad no solo es la capacidad de actuar sin coacción, sino que también implica la posesión de la soberanía en el sentido de tener el control final sobre las decisiones y acciones personales.
Esta noción es fundamental para las democracias contemporáneas, donde la libertad se entiende básicamente en términos de derechos individuales y por la capacidad de los individuos para actuar sin coacción del estado o de otros actores ajenos a ellos mismos. Este enfoque en una suerte autonomía individual absoluta y en la protección contra cualquier interferencia externa refleja la influencia de la visión hobbesiana. La libertad, en este contexto, se ha alejado de la idea de participación activa en una comunidad política y se ha centrado más en la protección de intereses propios y derechos personales.
Este giro moderno hacia una concepción más individualista de la libertad puede verse como la génesis de la noción corriente actual de libertad, tan usual en nuestras sociedades occidentales, donde la autodeterminación personal se destaca casi como el único aspecto a tener en cuenta y como el que más se debe valorar. Hannah Arendt ofrece una crítica incisiva a esta visión.
En su obra, argumenta que la reducción de la política y la libertad a la esfera meramente subjetiva e individual, como lo propone Hobbes, es un empobrecimiento de la rica textura de la vida pública y política. Arendt ve el poder no como algo que se posee una vez adquirido a través de un supuesto contrato social, sino como algo que surge del actuar conjunto de los ciudadanos en un espacio público. A su vez, interpreta la libertad, más que como la ausencia de impedimentos o barreras físicas, como la capacidad de actuar y participar en la construcción colectiva de un mundo común.
Reviviendo las ricas tradiciones de la democracia ateniense, la filósofa alemana destaca la importancia crucial de la isegoría y la deliberación en la conceptualización de la libertad. Para Arendt, la libertad no se encuentra simplemente en la capacidad de actuar sin coacción, sino en la participación activa y deliberativa en la esfera pública. La isegoría, es decir, el derecho igualitario de cada ciudadano de hablar y ser escuchado en el ágora, va más allá de la mera libertad de expresión; es la piedra angular de la libertad política.
Esta concepción de libertad está intrínsecamente ligada, por lo tanto, a la práctica de la deliberación. En la democracia ateniense, la libertad no era pues un estado pasivo o una mera cualidad individual, sino una acción dinámica referida a la comunidad: la participación en el constante diálogo y debate que formaba el tejido de la vida política. La deliberación no solo era un medio para tomar decisiones colectivas, sino también una expresión vital de la libertad del ciudadano dentro de un contexto comunitario.
El lenguaje juega aquí un papel fundamental. No es un mero medio de comunicación, sino un instrumento esencial para la reflexión, la persuasión y la formación de una voluntad colectiva. Esta interacción entre libertad, lenguaje y deliberación pone de relieve el hecho de cómo la libertad política, en su esencia, es colectiva y dialógica, no meramente individual o subjetiva.
En el contexto de las democracias modernas, la perspectiva de Arendt nos desafía a reconsiderar nuestra comprensión de la libertad. La libertad, desde esta óptica, exige un espacio público vibrante donde la isegoría y la deliberación no sean solo ideales, sino prácticas vivas y accesibles para todos los ciudadanos. Este enfoque resalta la necesidad de espacios comunes donde las personas puedan reunirse, discutir, debatir y, en última instancia, co-crear su mundo político y social.
Esta interacción entre libertad, lenguaje y deliberación pone de relieve el hecho de cómo la libertad política, en su esencia, es colectiva y dialógica, no meramente individual o subjetiva.
La tendencia hacia la centralización del poder, la erosión del espacio público y la comprensión limitada de la libertad como mera no interferencia, limitan la capacidad de los ciudadanos para ejercer una influencia significativa en la política y la reducen a un mero mecanismo de gestión, alejándose de la rica posibilidad arendtiana de una vida política activa y participativa.
Frente a este diagnóstico, se impone con urgencia la necesidad de reimaginar la democracia liberal contemporánea inspirándose en Arendt. Esto implicaría fomentar un espacio público más vibrante y accesible, donde el poder surge del actuar conjunto y deliberativo de los ciudadanos, y la libertad se entiende como la capacidad de participar activamente en la vida política. Esta visión alternativa desafía la noción liberal dominante y sugiere un camino hacia una democracia más dinámica y sobre todo más participativa.
Al mirar más allá de Hobbes y acercarnos a Arendt, podemos empezar a vislumbrar una forma de democracia que no solo se preocupa por la gestión del poder, sino que también valora la participación activa y significativa de los ciudadanos en la esfera pública. Este cambio de perspectiva es crucial para revitalizar nuestras democracias y responder a los desafíos actuales del siglo.